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ISSN 1989-4163

NUMERO 29 - ENERO 2012

El Único Lector

Luis Arturo Hernández

   Esta es la crónica de la desaparición de la especie del lector de la faz de la Tierra. No se trata, sin embargo, de la revelación apocalíptica que pregonaban aquellos animadores alarmistas —cada vez se lee menos—, ni de un relato extraordinario de lectura-ficción, sino de la evolución natural —una mutación más— del homo lector al estadio superior.

   A comienzos del s. XXI…, en la sociedad postindustrial de ciudadanos alfabetizados, con las necesidades básicas cubiertas y facilidad a través de la Red para la auto©edición gratuita, buena parte de la población había dado el salto al escritura: cualquiera formaba parte de un Parnaso de autores cada vez más numeroso que producía una oferta literaria muy superior a la demanda y exigía al autor fidelizarse un círculo de e-lectores cautivos.

   Cada autor novel seguía siendo, en virtud del vasallaje cultural del Antiguo Régimen veterotestamentario, lector cautivo del autor Nóbel —otros reyezuelos y demás nobles nacionales, provinciales, locales o de centro cívico…— y, mientras no se liberara de las servidumbres literarias, debía tributar parte de su tiempo a la lectura de Otros, lo cual, unido a la solidaridad inter pares con sus contemporáneos, redundaba en detrimento de su propia creación. El sueño, pues, de cada nuevo escritor era ser investido autor por las leyes del Mercado, y crearse un público lector que lo eximiera de lectura y homenaje a Autores consagrados.

   En esas circunstancias, el lector era una pieza cada vez más codiciada —y cultivada en cautividad— hasta que los estudios demoscópicos pregonaron el punto de inflexión: a cada autor en activo correspondía, por estadística, única/mente un lector —pasivo—. 

Y a partir de entonces la balanza se escoró hacia el lado de la autoría, de forma que cada lector debía servir a varios señores, y someterse a un número creciente de amos, hasta el punto de resultar asfixiante la presión lectora, lo que unido al efecto llamada, empujaba a los lectores a soñar con emanciparse del sistema literario feudal y ser autores libertos.

   Así llegó el día en que, pese a las campañas ideológicas de los animadores a la lectura desde los medios de comunicación —los mismos autores reseñando sus propios libros y creando dependencia, en los escasos lectores enganchados, con mayor dosis libresca—,  no quedó ya sobre la faz de la tierra —no ya Biblioteca borgiana, sino  macroLibrería— más que un solo lector: no ya el último —como vaticinara R. Piglia—, sino “el único”.

   Toda la literatura del mundo lo aguardaba, los autores vivos todos lo apuntaban con su lector digital, era el siervo de una pirámide feudal de la Sagrada Escritura invertida cuya Pléyade y aristocracia de la Palabra, tributarios de su lectura, eran la Humanidad autora.

   El único lector, abocado a una huida hacia delante, experimentó el vértigo del folio en blanco, regurgitó la náusea de la angustia existencial, hizo de tripas corazón y saltó al vacío: escribió el microrrelato de su adiós al mundo de la lectura, su micro-testamento.

   Entonces, la Sociedad Global de Autores se vio envuelta en esas caliginosas tinieblas de un Armagedón en que, privados de lector, e ilegibles recíprocamente, iban perdiendo la condición de tales y todo volvía a los orígenes del inédito mundo anónimo, sin Autor.

   Sin embargo, como la cadena siempre se rompe por el eslabón más débil, no hizo ni siquiera falta que el Parnaso se encargara de arrojar a la Tierra, de expulsar del paraíso de la Librería, a alguno de los autores que, por autoexigencia estética, o incomprensión, aceptación de su mediocridad o la razón que fuere, decidiera renunciar a serlo, porque uno de los últimos advenedizos de la pirámide, en un acto de justicia poética, se quitó, virgen de la consagración de la primavera, propiciando la recreación de la Literatura.
                                                          …
   Pero —“nadie lo rebaje a lágrima o reproche”, ni lo tenga por revancha o venganza—, cada vez que debo decidir, ojeando cual diosecillo unos libros vírgenes, a cuál de todos esos autores he de resucitar, deshojándolos con el índice genesíaco de un pantocrátor, de entre el sepulcro blanqueado de sus tapas, lamento confesar que “preferiría no hacerlo”. 

Único lector

 

 

 

 

 

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